viernes, 16 de enero de 2009

VALLADO



 

Vallado es un pequeño pueblo, con pocos habitantes y lleno de animales, será porque son la materia prima de lo que hacemos. Hay vacas, bueyes, becerritos lo más de bonitos, así como los seres humanos cuanto tamos toiticos pequeñitos, mera inocencia, lagañas en los ojos, ojos bien abiertos y cara de sorpresa. Cuando  grandes, las mujeres de pueblo son como las vacas, sirven para dar leche y dar cría, nada más. Los hombres, por nuestra parte, semos como bueyes, güaitando las vacas en los matorrales, esperando el momento de embestir, de cebar y ya está, un cría al momentico. Sin embargo, también existe una gran diferencia entre el ganado  y la gente que vive en Vallado: los animales no matan, nunca he visto a un buey arrancarle las uñas a una vaca a cuero vivo, obviamente, porque las vacas ni los bueyes ni los becerros ni los marranos tienen uñas. Los animales de este pueblo no se comen vivos, como hacemos nosotros, ellos solo hacen su trabajo, lo que la cadena alimentaria exige, nada más, nada menos.

En Vallado también hay grandes y bastas plantaciones de arroz, de caña, de cebada, yuca por montón, a mi gusta la yuca, sobretodo cuando se la doy a mi mujer, pero eso es otro paseo. También hay guayaba, mangos dulces y ojones y una que otra matica de amapola. La marigüana  no me gusta tenerla sembrada, es pura maleza, se traga las maticas de limonaria y manzanilla, pero ni modo, lo que me dan por un bulto de ruda me lo devuelven por ataito de mariacachafa, ahí tá! Vallado es bonito, sobre todo cuando no hay nadie alrededor, la tierra vuelve ha ser como algún día fue. Sentado desde acá veo todo el sembrado, veo las vaquitas juiciosas tragando su pasto, veo al buey, orondo, caminando por entre las vacas; me gustaría tener el mismo instinto de los bueyes, para saber cuando caminarle a una becerrita, como montarla y luego dejarla sin que le duela. Pero no soy un buey, soy un campesino igual que los dotores esos de la ciudad, como ese que se tiró de un edificio, un raspacielos que llaman. Yo lo tengo igual o más grande, pero con las palanconas de este pueblo nada funciona, nada sirve, ellas no se fijan ya en los campesinos, en los hombres recios que les gusta trabajar el llano, a ellas ya sólo les gusta montar en camionetas, chasquiar chicle y vestirse como fufurufas. Esa es la real diferencia entre las vacas y las mujeres de Vallado; que las mujeres de aquí ya no usan chapolas pero cuquifaldas, no usan zapaticos o boticas, ellas usan sandalias doradas (vida catre! Como detesto las sandalias doradas o los zapaticos blancos!) porque hasta las tetas las tienen iguales o más grandes que las de las vacas, pero secas, son un poco de caucho injertado a la brava en unas tetas que alguna vez fueron pequeñas y timbronas.

También veo mi casita, mi ranchito rodeado de palos de mango, y el sembrado de arroz atrás. Veo a los niños correr, como becerritos estrenando las piernas que ya pueden mover. Pero aún se caen, ya aprenderán a no caerse, con tanta frecuencia. Y aprenderán también a montar algunas vaquillas, aunque yo siga prefiriendo a las becerritas.

También veo su linda carita, sus mejillitas rojas pero de rubor, sus trenzas largas y negras, su chapolita de año. Sin embargo me apaña mucho, me duele tanto, me eriza hasta el punto de la excitación ver su hermosa carita y su cuello de reina estrangulado, engarzado en el alambre de púa que divide los pastos, para que las vacas, como ella, no se vayan a tragar la hierba que aún no les toca. 

(Imágen arriba: Reminiscencia arqueológica del "Angelus" de Millet, Dalí, 1935; Taschen Books)


FIN

jueves, 8 de enero de 2009

INICIO HISTORIA I EN LA CIUDAD DE LA FURIA

Recuerdo que ese día, vehementemente prometí, me juré que jamás volvería a este sitio. Cosa que es bastante difícil de evitar en una ciudad como ésta. Sin embargo, A mi me toca visitar el centro, me porque me encantan los libros, y allí se consiguen los mejores y a buen precio. A buen precio para mi, no para los escritores que por otro lado publican como un puro acto de altruismo y amor al arte, porque con lo que ganan supongo no pueden costear ni la leche del desayuno del mes. Como te iba diciendo, juré no volver, pero allí estaba de nuevo; respirando ese aire que para otros no es más que pura polución, gases de buses mal alineados, olor a perfume de puta barata, a sexo mal pagado, a “gamín”, a sahumerio, a chicharrón frito en manteca de mil días, a “peche” sin filtro, incluso a ganja… a mierda, a baños públicos, a edificios altos en cuyas habitaciones relaciones furtivas alcanzan el máximo de placer y amor, si es que aún podemos hablar de amor.  Para mi esos aromas lo eran todo y eran uno. Aclaro, no eran hedores ni mucho menos, eran aromas exquisitos que me acompañaron todo el tiempo, lo único bello que me queda de esa alma retrechera cuyo recuerdo traté de evadir por tanto tiempo, y por quien que juré nunca más volver.  Lo único que  quería, ese día, era subir al lugar más alto de la ciudad, y gritar. Sí. Por ridículo que parezca, sólo exorcizarme de sus demonios para siempre, gritar la mierda que llevaba por dentro, pero mi empresa fracasó: aún los siento reclamar su presencia, su beso, su toque, su lengua mariposeante. 

No recuerdo el nombre del edificio, lo único que sé es que logré ingresar. Odio los ascensores, pero era difícil acceder a la azotea por las escaleras. Sí, reconozco mi sedentarismo despótico, pero también debes reconocer que éste muere cuando voy al centro de mis pesares y placeres. A propósito, tú lo sabes bien, muy bien. Tú que pareces haberme seguido durante estos últimos años, tú que definitivamente, como el más fiel de los amigos me apoyaste en esta decisión, me diste, literalmente, el último “empujoncito” que necesitaba para decidirme. Pues bien, subí, abrí la puerta, y ahí estaba: la ciudad en pleno. Con las cúpulas de las catedrales y sus cruces apuntando como anatemas al cielo, haciéndole señales obscenas, exigiendo al mismo Dios que bajara, y viera y se lo creyera. Cúpulas que esconden couples de figuras copulando. Domos que ocultan soledades, frustraciones; pasiones que arden, que luchan, que claman por salir; “demonios” encarcelados en cuerpos dotados, sin querer, con armas de “autodestrucción”, con salvavidas que sólo hallan sentido en el otro.  Cúpulas que como bóvedas  descomponen cuerpos prematuramente,  adormecen espíritus con el aroma dulzón a sahumerio de romería y peregrinación, propio de los moteles de la 8va con 27, ubicados también en pleno corazón de la ciudad.

También vi las pequeñas casitas aglutinadas unas con otras, como en una orgía de cemento, ladrillos, tablas de madera vieja, tejas de lata y hasta pedazos de plástico extendiéndose sobre el cerro como una colcha de retazos. Casitas mal construidas que nunca nadie mira porque Monserrate es más cosmopolita; está 2.600 metros más cerca de las estrellas. ¿Estrellas? ¿Cuáles? Las de la televisión que van a almorzar al Restaurante Mirador, que ordenan aparatosas tablas con los más “finos” quesos a las hierbas, acompañados de ostentosos vinos chilenos  traídos de los mas selectos viñedos de Nobsa, Boyacá. O serán quizá las estrellas del firmamento, esas que por otro lado no podemos ya ver gracias al smog que unos muchos snobs producen a diario con sus automóviles último modelo, que utilizan para sacar al fila brasilero a hacer sus necesidades parando cada cuadra, o para comprar el pan y la leche en el “delicatesen” de la 53. Yo por mi parte prefiero caminar, y no perderme del aroma a café recién preparado en cualquier esquina de la 7a, a algodón de azúcar y maní sancochado al sol y al agua en San Victorino. El olor de las calles después de una lluvia repentina pero fuerte, ese aroma a nuevo, ese aroma a polvo recién levantado, a concreto que refresca su sed a base de espejismos malditos.  

Respiré. Uno, dos, tres… no se cuántos segundos (que parecieron minutos) se me fueron en ese suspiro; fue profundo, como si el aire respirable de la ciudad, que no es poco, hubiera perforado mis entrañas en un segundo.  Esa bocanada llenó por un momento mis vacíos. Todos mis miedos sucumbieron, se envenenaron de vida, fue tan puro ese instante que temí al hastío.  La ciudad estaba especialmente bella ese día. El día era brillante, el cielo despejado, las nubes plateadas, orgullosas, incluso prepotentes  y  vanidosas mirándome desde arriba, burlándose de mi escases de lagrimas mientras ellas, sin querer llorar albergaban todas las que a mi me faltaban. Exhausto del día, de la noche, del derroche de coquetería, de tantos espejos rotos en los que nunca mi reflejo vi. Desesperado por no encontrar el mío, el que cada uno tiene y que, en un descuido perdí…

Ya perdí la cuenta de cuánto tiempo he permanecido en esta azotea, de cuántos atardeceres he visto, de cuántas estrellas he tenido que contar para tratar de dormir pero por más de que trato no puedo. Ya no puedo dormir, es decir,  no sé si estoy dormido, aletargado, suspendido en una pesadilla macabra, en un caer infinito. Sólo veo fragmentos de ventanales que caen, que caen, y que no dejan de caer.  Pero tengo la esperanza de hacerlo algún día, el día en que, como decía mi madre, purgue los años que “debía” vivir y a los que, en un momento decidí renunciar, gracias a ti, mi amiga, mi única compañera  pelona, llorona, huesuda, la parca. Ahora sé como luces, y muy a mi pesar no eres ni huesuda, ni pelona, ni lloras, ni te dicen parca. Yo te llama amor, tu  llevas el rostro de aquella de quien quise huir para siempre.