jueves, 8 de enero de 2009

INICIO HISTORIA I EN LA CIUDAD DE LA FURIA

Recuerdo que ese día, vehementemente prometí, me juré que jamás volvería a este sitio. Cosa que es bastante difícil de evitar en una ciudad como ésta. Sin embargo, A mi me toca visitar el centro, me porque me encantan los libros, y allí se consiguen los mejores y a buen precio. A buen precio para mi, no para los escritores que por otro lado publican como un puro acto de altruismo y amor al arte, porque con lo que ganan supongo no pueden costear ni la leche del desayuno del mes. Como te iba diciendo, juré no volver, pero allí estaba de nuevo; respirando ese aire que para otros no es más que pura polución, gases de buses mal alineados, olor a perfume de puta barata, a sexo mal pagado, a “gamín”, a sahumerio, a chicharrón frito en manteca de mil días, a “peche” sin filtro, incluso a ganja… a mierda, a baños públicos, a edificios altos en cuyas habitaciones relaciones furtivas alcanzan el máximo de placer y amor, si es que aún podemos hablar de amor.  Para mi esos aromas lo eran todo y eran uno. Aclaro, no eran hedores ni mucho menos, eran aromas exquisitos que me acompañaron todo el tiempo, lo único bello que me queda de esa alma retrechera cuyo recuerdo traté de evadir por tanto tiempo, y por quien que juré nunca más volver.  Lo único que  quería, ese día, era subir al lugar más alto de la ciudad, y gritar. Sí. Por ridículo que parezca, sólo exorcizarme de sus demonios para siempre, gritar la mierda que llevaba por dentro, pero mi empresa fracasó: aún los siento reclamar su presencia, su beso, su toque, su lengua mariposeante. 

No recuerdo el nombre del edificio, lo único que sé es que logré ingresar. Odio los ascensores, pero era difícil acceder a la azotea por las escaleras. Sí, reconozco mi sedentarismo despótico, pero también debes reconocer que éste muere cuando voy al centro de mis pesares y placeres. A propósito, tú lo sabes bien, muy bien. Tú que pareces haberme seguido durante estos últimos años, tú que definitivamente, como el más fiel de los amigos me apoyaste en esta decisión, me diste, literalmente, el último “empujoncito” que necesitaba para decidirme. Pues bien, subí, abrí la puerta, y ahí estaba: la ciudad en pleno. Con las cúpulas de las catedrales y sus cruces apuntando como anatemas al cielo, haciéndole señales obscenas, exigiendo al mismo Dios que bajara, y viera y se lo creyera. Cúpulas que esconden couples de figuras copulando. Domos que ocultan soledades, frustraciones; pasiones que arden, que luchan, que claman por salir; “demonios” encarcelados en cuerpos dotados, sin querer, con armas de “autodestrucción”, con salvavidas que sólo hallan sentido en el otro.  Cúpulas que como bóvedas  descomponen cuerpos prematuramente,  adormecen espíritus con el aroma dulzón a sahumerio de romería y peregrinación, propio de los moteles de la 8va con 27, ubicados también en pleno corazón de la ciudad.

También vi las pequeñas casitas aglutinadas unas con otras, como en una orgía de cemento, ladrillos, tablas de madera vieja, tejas de lata y hasta pedazos de plástico extendiéndose sobre el cerro como una colcha de retazos. Casitas mal construidas que nunca nadie mira porque Monserrate es más cosmopolita; está 2.600 metros más cerca de las estrellas. ¿Estrellas? ¿Cuáles? Las de la televisión que van a almorzar al Restaurante Mirador, que ordenan aparatosas tablas con los más “finos” quesos a las hierbas, acompañados de ostentosos vinos chilenos  traídos de los mas selectos viñedos de Nobsa, Boyacá. O serán quizá las estrellas del firmamento, esas que por otro lado no podemos ya ver gracias al smog que unos muchos snobs producen a diario con sus automóviles último modelo, que utilizan para sacar al fila brasilero a hacer sus necesidades parando cada cuadra, o para comprar el pan y la leche en el “delicatesen” de la 53. Yo por mi parte prefiero caminar, y no perderme del aroma a café recién preparado en cualquier esquina de la 7a, a algodón de azúcar y maní sancochado al sol y al agua en San Victorino. El olor de las calles después de una lluvia repentina pero fuerte, ese aroma a nuevo, ese aroma a polvo recién levantado, a concreto que refresca su sed a base de espejismos malditos.  

Respiré. Uno, dos, tres… no se cuántos segundos (que parecieron minutos) se me fueron en ese suspiro; fue profundo, como si el aire respirable de la ciudad, que no es poco, hubiera perforado mis entrañas en un segundo.  Esa bocanada llenó por un momento mis vacíos. Todos mis miedos sucumbieron, se envenenaron de vida, fue tan puro ese instante que temí al hastío.  La ciudad estaba especialmente bella ese día. El día era brillante, el cielo despejado, las nubes plateadas, orgullosas, incluso prepotentes  y  vanidosas mirándome desde arriba, burlándose de mi escases de lagrimas mientras ellas, sin querer llorar albergaban todas las que a mi me faltaban. Exhausto del día, de la noche, del derroche de coquetería, de tantos espejos rotos en los que nunca mi reflejo vi. Desesperado por no encontrar el mío, el que cada uno tiene y que, en un descuido perdí…

Ya perdí la cuenta de cuánto tiempo he permanecido en esta azotea, de cuántos atardeceres he visto, de cuántas estrellas he tenido que contar para tratar de dormir pero por más de que trato no puedo. Ya no puedo dormir, es decir,  no sé si estoy dormido, aletargado, suspendido en una pesadilla macabra, en un caer infinito. Sólo veo fragmentos de ventanales que caen, que caen, y que no dejan de caer.  Pero tengo la esperanza de hacerlo algún día, el día en que, como decía mi madre, purgue los años que “debía” vivir y a los que, en un momento decidí renunciar, gracias a ti, mi amiga, mi única compañera  pelona, llorona, huesuda, la parca. Ahora sé como luces, y muy a mi pesar no eres ni huesuda, ni pelona, ni lloras, ni te dicen parca. Yo te llama amor, tu  llevas el rostro de aquella de quien quise huir para siempre.